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de gas. Provistos de largas pértigas, los empleados municipales realizaban la tarea sin
apresurarse demasiado, haciendo de vez en cuando alto en una taberna para saciar la sed.
Todavía quedaba hacia el palacio de Oriente un rastro de claridad, sobre la que se recorta-
ba la silueta de los tejados próximos al Teatro Real. Las ventanas, abiertas a la tibia brisa
del crepúsculo, se iluminaban con la luz oscilante de los quinqués de petróleo.
Jaime Astarloa murmuró un «buenas noches» al pasar junto a un grupo de vecinos que
charlaban en la esquina de la calle Bordadores, sentados a la fresca sobre sillas de enea. Por
la mañana había tenido lugar en las cercanías de la Plaza Mayor una algarada de estudi-
antes; poca cosa, a decir de sus contertulios del café Progreso, que le habían informado del
incidente. Según don Lucas, un grupo de alborotadores que gritaba «Prim, Libertad, abajo
los Borbones» había sido disuelto de forma contundente por las fuerzas del orden. Por
supuesto, la versión de Agapito Cárceles difería mucho de la proporcionada -inflexión des-
deñosa y suspiro libertario- por el señor Rioseco, acostumbrado a buscar alborotadores
donde sólo habla patriotas sedientos de justicia. Las fuerzas represivas, único sostén en que
se apoyaba la vacilante monarquía de la Señora -retintín y mueca maliciosa- y su nefasta
camarilla, habían, una vez más, aplastado a golpes y sablazos la sagrada causa, etcétera. El
caso es que, según pudo comprobar don Jaime, alguna pareja de guardias civiles a caballo
rondaba todavía por las proximidades, sombras de mal agüero bajo los acharolados tri-
cornios.
Al llegar frente a Palacio, el maestro de esgrima observó a los alabarderos que montaban
guardia, y fue a acodarse en la balaustrada que daba sobre los jardines. La Casa de Campo
era una gran mancha oscura, en cuyo horizonte la noche comprimía la última débil línea de
claridad azulada. Aquí y allá, como don Jaime, algunos paseantes permanecían inmóviles,
contemplando el últicho estertor del día que se apagaba en aquel instante con plácida
mansedumbre.
Sin saber exactamente por qué, el maestro de esgrima se sentía derivar hacia la melan-
colía. Por su carácter, más inclinado a recrearse en el pasado que a considerar el presente,
al viejo profesor le gustaba acariciar a solas sus particulares nostalgias; pero esto solía ocur-
rir sin estridencias, de un modo que no le causaba amargura alguna sino que, por el con-
trario, lo instalaba en un estado de placentera ensoñación que podría definirse como
agridulce. Se recreaba en ello de forma consciente, y cuando por azar resolvía dar forma
concreta a sus divagaciones, solía resumirlas como su escaso equipaje personal, la única
riqueza que había sido capaz de atesorar en su vida, que bajaría con él a la tumba, extin-
guiéndose a la par que su espíritu. Se encerraba en ella todo un universo, una vida de sen-
saciones y recuerdos cuidadosamente conservados. Sobre aquello fiaba Jaime Astarloa para
conservar lo que él definía como serenidad: la paz del alma, el único atisbo de sabiduría a
que la imperfección humana podía aspirar. La vida entera ante sus ojos, mansa, ancha y ya
definitiva; tan poco sujeta a incertidumbres como un río en el curso final hacia su desem-
bocadura. Y, sin embargo, había bastado la aparición casual de unos ojos violeta para que
la fragilidad de aquella paz interior se manifestara en toda su inquietante naturaleza.
Quedaba por averiguar si podía paliarse el desastre considerando que, al fin y al cabo,
lejos su espíritu de pasiones que en otro tiempo se habrían manifestado en el acto, sólo
encontraba ahora en su interior una sensación de ternura otoñal, velada de suave tristeza.
«¿Eso es todo?»... se preguntaba a medio camino entre el alivio y la decepción mientras, apoy-
ado en la balaustrada, se recreaba con el espectáculo de las sombras que triunfaban en el
horizonte. «¿Eso es todo cuanto puedo ya esperar de mis sentimientos?»... Sonrió pensando
en sí mismo, en su propia imagen, en su vigor ya en declive; en su espíritu, que aunque tam-
bién viejo y cansado, de tal formase rebelaba contra la indolencia impuesta por la lenta
degeneración de su organismo. Y en aquella sensación que lo embargaba, tentándolo con su
dulce riesgo, el maestro de esgrima supo reconocer el débil canto del cisne, proferido, a modo
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El maestro de esgrima Arturo Pérez-Reverte
de postrera y patética rebeldía, por su espíritu todavía orgulloso.
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El maestro de esgrima Arturo Pérez-Reverte
Estocada corta
Capítulo IV
"La estocada corta en extensión, normalmente
expone al que la ejecuta sin tino ni prudencia.
Por otra parte, nunca debe hacerse la extensión
en terreno embarazado, desigual o resbaladizo."
Entre calores y rumores, los días transcurrían lentamente. Don Juan Prim anudaba lazos
de conspiración a orillas del Támesis mientras largas cuerdas de presos serpenteaban a
través de campos calcinados por el sol, camino de los presidios de África. A Jaime Astarloa
todo aquello le traía sin cuidado, pero resultaba imposible sustraerse a los efectos. Había
revuelo en la tertulia del Progreso. Agapito Cárceles blandía como una bandera un ejemplar
de La Nueva Iberia con fecha atrasada. En un sonado editorial, bajo el título «La última pal-
abra», se revelaban ciertos acuerdos secretos establecidos en Bayona entre los exiliados par-
tidos de izquierda y la Unión Liberal con vistas a la destrucción del régimen monárquico y la
elección por sufragio universal de una Asamblea Constituyente. El asunto databa de tiempo
atrás, pero La Nueva Iberia había hecho saltar la liebre. Todo Madrid hablaba de ello.
-Más vale tarde que nunca -aseguraba Cárceles, agitando provocador el periódico ante el
enfurruñado bigote de don Lucas Rioseco-. ¿Quién decía que ese pacto era contra natura?
¿Quién? -puñetazo exultarte sobre el papel impreso, ya bastante manoseado por los conter-
tulios- Los obstáculos tradicionales tienen los días contados, caballeros. La Niña, a la vuelta
de la esquina.
-¡Nunca! ¡Revolución, nunca! ¡Y república mucho menos! -a pesar de su indignación, a don
Lucas se le veía algo apabullado por las circunstancias-. Como mucho, y digo como mucho,
don Agapito, Prim tendrá prevista una solución de recambio para mantener la monarquía. El
de Reus jamás daría vía libre al marasmo revolucionario. ¡Jamás! A fin de cuentas es un sol-
dado. Y todo soldado es un patriota. Y como todo patriota es monárquico, pues...
-¡No tolero insultos! -bramó Cárceles, exaltado-. Exijo que se retracte, señor Rioseco. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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