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luna, y así se entendía el jurado, no teniendo más que mirar el jeroglífi-
co para decir: «Ésta es la cuenta de Fulano». Y después, en el resto de la
página, rayas y más rayas, significando cada una de ellas el pago de un
mes de impuesto. Los viejos barqueros alababan este sistema de con-
tabilidad. Así cualquiera podía revisar las cuentas, y no había trampas
como en esos librotes de números y apretada escritura que sólo entien-
den los señores.
El Jurado, un mocetón avispado, de cabeza rapada y ojos insolentes,
tosió y escupió varias veces antes de hablar. Los invitados, que ocupa-
ban la presidencia, echaron el cuerpo atrás y comenzaron a conversar
entre sí. Iban a tratarse primeramente los asuntos de la Comunidad, en
los que ellos no podían intervenir. Eran cosas que debían arreglarse
entre pescadores. El Jurado comenzó su peroración: «Caballees...!».
Y paseó su mirada imperiosa sobre el concurso, imponiendo silencio.
Abajo, en la plaza, chillaban los chicos como condenados y la charla de
las mujeres subía con molesto zumbido. El alcalde hizo salir al alguacil,
saltando por entre la gente para imponer silencio y que el jurado siguiera
su discurso.
Caballeros, las cosas claras. A él lo habían hecho jurado para cobrar a
cada uno su parte y entregar todos los trimestres a la Hacienda cerca de
mil quinientas pesetas, la famosa media arroba de plata de que hablaba
todo el pueblo. Pues bien; las cosas no podían seguir así. Muchos se
retrasaban en el pago, y los pescadores mejor acomodados tenían que
suplir la falta. Para evitar en adelante este desorden, proponía que los
que no estuviesen al corriente en el pago no entrasen en el sorteo.
Una parte del público acogió con murmullos de satisfacción estas pal-
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Cañas y barro
abras. Eran los que habían pagado, y al quedar excluidos del sorteo
muchos de sus compañeros, veían aumentada la probabilidad de con-
seguir los primeros puestos. Pero la mayoría de la reunión, la de aspec-
to más mísero, protestaba a gritos, poniéndose de pie, y durante algunos
minutos el jurado no pudo dejarse oír.
Al restablecerse el silencio y ocupar todos sus sitios se levantó un
hombre enfermizo, de cara pálida, con un resplandor malsano en los
ojos. Hablaba lentamente, con voz desmayada; sus palabras se cortaban
a lo mejor por un escalofrío. Él era de los que no habían pagado: tal vez
nadie debía tanto como él. En el sorteo anterior le tocó uno de los últi-
mos puestos y no había pescado ni para dar de comer a su familia. En
un año había perchado dos veces hacia Valencia llevando en el fondo del
barquito dos cajas blancas con galones dorados, dos monerías, que le
hicieron pedir dinero a préstamo... Pero ¡ay!, ¡qué menos puede hacer un
padre que adornar bien a sus pequeños cuando se van para siempre...!
Se le habían muerto dos hijos por comer mal, como decía el pare Miquel,
allí presente, y después él había pillado las tercianas trabajando, y las
arrastraba meses y meses. No pagaba porque no podía. ¿Y por esto iban
a quitarle su derecho a la fortuna? ¿No era él de la Comunidad de
Pescadores, como lo fueron sus padres y sus abuelos...?
Se hizo un silencio doloroso, en el que podía oírse el sollozar del infe-
liz, caído sin fuerzas en su asiento con la cara entre las manos, como
avergonzado de su confesión.
-No, redéu, no! -gritó una voz temblona con una energía que conmovió
a todos.
Era el tío Paloma, que, puesto de pie, con el gorro encasquetado, los
ojillos llameantes de indignación, hablaba apresuradamente, mezclando
en cada palabra cuantos juramentos y tacos guardaba en su memoria.
Los viejos compañeros le- tiraban de la faja para llamarle la atención
sobre su falta de respeto a los señores de la presidencia; pero él les con-
testaba con el codo y seguía adelante. ¡Valiente cosa le importaban tales
peleles a un hombre como él, que había tratado reinas y héroes...!
Hablaba porque podía hablar. ¡Cristo! Él era el barquero más viejo de la
Albufera, y sus palabras debían tomarse como sentencias. Los padres y
los abuelos de todos los presentes hablaban por su boca. La Albufera
pertenecía a todos, ¿estamos?, y era vergonzoso quitarle a un hombre el
pan por si había pagado o no a la Hacienda. ¿Es que esa señora nece-
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